El llamado de Dios

“Y dije no me acordaré más de El, ni hablare más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté (trabajé) por sufrirlo (resistirlo) y no pude”. Jeremías 20:9

Describir el llamado de Dios es algo difícil de explicar. Sólo quien lo experimenta personalmente sabe lo que digo.

Un deseo, un sueño una orientación familiar no es un llamado, un llamado de Dios es inconfundible e irresistible, es una fuerza interior que te impele, que te empuja de tu posición de confort, te moviliza y es muy difícil resistirse o quedar indiferente.

El llamado no se obtiene en ningún seminario o congreso, no se consigue de mano de los pastores, tampoco se heredad de padres o abuelos, no se trasmite y no hay universidad en el mundo que levante hombres llamados, todo esto solo pueden motivar, despertar o inspirar un deseo de servir.

Creo que Jeremías nos describe magistralmente como se siente el llamado. Intentó ignorarlo, no responder, abandonar el ministerio, dedicarse a otra cosa, pero no pudo soportarlo, estaba metido en “sus huesos”, en su corazón, esto sucede con el llamado, no hay quien pueda disuadirte de lo contrario, sabes que es de Dios, estás convencido que es de Dios.

Ahora, como Dios hace todas las cosas bien, cuando llama a alguien, también le da vocación, y lo capacita para cumplir su propósito (1º Corintios 1:21)

La vocación va junto a la pasión, te cautiva, te posee, piensas en ello, vives por ello, es tu mayor interés, te apasionas cuando lo haces, lo haces con excelencia, con entrega, le pones todo. La vocación es la gasolina de tu motor, el generador de tu energía, el mismo corazón de tu vida.

Se valiente como Isaías y dile al Señor: Heme aquí, envíame a mi.